Fernando Diez de Medina Tempestad Petrificada

LA TEMPESTAD PETRIFICADA

Ensayo de Fernando Diez de Medina

“La naturaleza es el gran espejo mágico,

donde toda la creación se refleja clara y pura.” Novalis

La Naturaleza, artística, anima el infinito movimiento de las formas. En todos los caminos arde su sentido constructor. Bajo la superficie de los elementos constituídos, late invariablemente el “phatos” dramático de los fenómenos.

Contemplarla es sencillo; laborioso comprenderla. Entre ambas actitudes media la necesaria distancia que rige las leyes de la visión exterior y la visión intelectual.

En la estética del paisaje hay un misterio recóndito, una estructura que da el tono de la ciudad; pero como el paisaje se da fácilmente en extensión y difícilmente en profundidad, es frecuente que el espectador se detenga sobre el límite de las líneas sin alcanzar su sentido.

Todas las ciudades se asemejan en sus elementos formativos: tierra, mar, aire, ciclos, montañas, planicie, colinas, ríos e innumerables manifestaciones telúricas. Mas en cada caso, elementos esenciales y accidentes secundarios se combinan en distinta manera, asumen diferentes proporciones, creando así el carácter particular de cada cual.

Ciudades, como los niños, que se dan solo al influjo del amoroso requerimiento.

Al cruzar Paul Morand los senderos del mundo, ebrio de novedad y de axtorismo, atento el oído no al mensaje de las cosas, sino a una suerte de narcisismo literario que se recrea en el contorno para entretener y halagar la imaginación, las ciudades se ocultan hurañamente detrás del humo de sus fábricas o bajo el tapiz telúrico de sus campos.

Así se explica que de su fugaz y habitual correría por el planeta, solo nos dé algunas frases sobre Tokio, demostrando una vez más que su percepción se reduce al campo visual del estudiante de anatomía, a quien solo interesa el estudio del esqueleto humano. Se diría de este peregrino movido por el vértigo diabólico de la época, que no ha conocido jamás la tibia piel rosada del paisaje; ni ha palpado la carnación florida de las ciudades del mundo; no ha sorprendido – por ejemplo – el misterioso encantamiento de la sagrada Benarés, los reflejos dorados de Florencia, o aquella suave sonrisa con que Río de Janeiro asoma sobre la boca dura del Atlántico impetuoso.

Cuando el hombre aprende a caminar entre el universo multiforme de materiales y relaciones que le ofrece el paisaje; si detrás del afán de observar hay una voluntad de comprender; y todavía más en lo hondo nace el deseo de expresar el juego alado de los sentimientos, el mundo del contorno se abre generosamente a la incitación del romero apanado que lo invade.

Será Loti con sus mágicas visiones de Stambul, del Cairo y de Luxor. Lafcadio Hearn y el delicado paisaje de las ciudades niponas. Gómez Carrillo en la diáfana evocación de Atenas, de Damasco y de Nikko. Nicolas Rüerich o el Asia Ignota y milenaria.

Ruskia en Venecia. Schuré el Jerusalén. Los Tharaud en Arabia. En todos ellos, el hombre sensible llega a una máxima capacidad de conocimiento en el contacto con el panorama visible; y sus reminiscencias persuaden al lector, porque en vez de simples versiones del cosmorama inanimado, sus libros son remansos serenísimos donde se copian las profundas sugestiones del paisaje, en los cuales basta soplar levemente para poner en movimiento las figuras e infundirlas un hálito de vida.

Ciudades y paisajes son lo que el hombre quiere que sean. En esta íntima correspondencia del espíritu vigilante con la materia dormida en apariencia, reside el secreto encanto de las cosas.

A tres mil seiscientos metros sobre el mar, ceñida por un circo de montañas y recostada en la inmensa cavidad de la sierra andina, La Paz brota ante el estupor de los ojos viajeros que la ven surgir en el trágico escenario de la altiplanicie, bajo la ceja rota del monte pavoroso, mientras la convulsión colérica del paisaje abre el encantamiento de sus perspectivas en el vitral azul del firmamento.

Viajeros célebres dijeron algunas frases ingeniosas sobre La Paz, ciudad exótica, de extraña conformación topográfica, que tuvo para ellos el atractivo de romper la planimetría de las poblaciones costaneras o el cansado ritmo de las metrópolis mundiales, que solo cifran en progresos urbanos la estética citadina.

Es posible que les recordara ciertas aldeas del Tirol, enclavadas en el fondo del valle acogedor; o que hubiesen encontrado cierta analogía con algunos parajes asimétricos del Tibet; o bien que hubiese herido sinceramente su emotividad de cazadores de paisajes. Lo evidente es que ellos, como de la generalidad de huéspedes que la visitan, La Paz solo ha obtenido ese vago prestigio de comarca singular, que atrae al turista como espectáculo para modificar la rutina cotidiana.

Con criterio que oscila entre lo pueril y lo divertido, los viajeros de nuestro tiempo, que se van antes de haber concluido de llegar, solo captan las categorías de novedad del país que visitan, en una curiosa estética de juguetería que consiste en referir lo entretenido, lo ameno y lo exótico de una región, sin otro afán que proporcionar instantes de solaz a los compradores de sus libros.

A las ciudades hay que saber mirarlas. Debiera entrarse a ellas por todos sus costados y por un mismo sitio en distintas horas, como sugería ese viajero empedernido que es César Vallejo; buscando su fisonomía en la combinación del tiempo con los fenómenos físicos. Solo así se habría de obtener un conocimiento aproximado de sus posibilidades naturales. Recelosa y huraña, la ciudad rechaza al intruso sediento de exotismo, al snob del paisaje, atento únicamente a la fruslería del hallazgo.

La personalidad de las ciudades, esa presencia inasible que se intuye sin definir, busca diferentes categorías para expresarse. Tan pronto reside en la fermentación orgánica de los núcleos fabriles, de los estuarios comerciales, de las gigantescas y aglutinantes edificaciones, de las arterias cosmopolitas, como se manifiesta con igual esplendor en el escenario de las fuerzas naturales: montaña, mar llanura o serranía.

La nuestra hay que buscarla en la interpretación estética del paisaje. Frenética sugerencia de la sierra, trabada por las líneas y las formas, sustentadas por el raro equilibrio de loa planos y de los contrastes, que es más que el mar movible o la infinita pampa.

Un hombre avanza por los senderos endurecidos del altiplano. La superficie de las altas mesetas se alonga indefinidamente en el espacio. Sobre la línea distante de los confines se alza el perfil sinuoso de los cerros. Altas cimas nevadas. Soberbias cúspides rocosas. Y el fondo del paisaje, como un Dios imponente de fuerza y de belleza, fulgura el Illimani.

¡Qué extraña es esta tierra! Distancias interminable y sin embargo todo parece próximo. Se diría que se funden las perspectivas y se acercan los contornos de las cosas. El aire tiene lúcidas transparencias, la línea es diáfana, desnudos los perfiles. Viene la lejanía presurosa hacia los ojos. La composición pictórica del panorama tiene la limpidez de un paisaje del Perugino. Es el detalle quien lo anima; el conjunto permanece inabarcable.

Estallan los colores en permanentes radiaciones. Aquí la vida es un grito apasionado que resuena en la forma, en el color, en el matiz, en los senos ilímites del aire. No hay rincones difusos ni cuerpos hundidos en la sombra. Todo “es”; todo habla con ese lenguaje decisivo y exacto que las fuerzas naturales tienen para fijar su esplendor. No hay palabras, colores ni sonidos para expresar el mundo maravilloso del cosmos andino. Siempre será necedad insigne que el hombre, hijo de la naturaleza, pretenda superada.

El caminante sigue su marcha en continuado asombro. Bajo el cielo infinito que decoran las nubes tumultuosas, junto a la impasible compañía de los cerros nevados que lentamente giran sus torsos de mármol, avanza por la desolación del yermo altiplánico, mientras el viento cimbra sus látigos agudos en el pajonal.

De pronto una vasta agitación parece conmover las cimas que tiene ante sus ojos. Ya no son solo cúspides las que contempla; el fondo de la cordillera se aproxima a la visión, que comienza a descender desde los vértices erguidos para trabar conocimiento con las masas inferiores de las montañas. Y luego, bruscamente, antes que la magníficas sorpresa de la ciudad hundida en el fondo de la sierra, la tremenda sensación del vacío que se abre sobre el filo de la roca. La presencia repentina del espacio que cierra el cosmos altiplánico y descubre las zonas prometeicas de la hoya paceña.

Pasarán muchas horas, semanas, largos meses de silenciosa observación para que el hombre sienta la emoción sagrada y primitiva de la sierra paceña, donde parece resonar el acento iracundo de las grandes frases bíblicas que fraguaron el génesis.

Observando la potencia extraordinaria del panorama, se admite el antropomorfismo del aborigen, antiguo adorador de la montaña, que antes de alzar su religión al sol, rindió secreto homenaje de sumisión a la fuerza imponderable de las grandes masas cordilleranas, en cuyas líneas desmesuradas creía ver la manifestación de lo divino. Así en la mitología apenas presentida del paisaje “Cunti”, la montaña encarnó la primera divinidad en la adoración ascendente de las fuerzas naturales.

Hollará muchas veces el viajero las sienes de los cerros. Recibirá las hondas sugerencias del medio andino. Acercará su espíritu a la naturaleza en decidido afán de comprender.

Alguna vez, al extasiarse en la inmóvil contemplación de este paisaje desgarrado, multiforme, cuyo dramatismo en potencia educa enérgicamente la voluntad creadora, pensará que en la sierra paceña habría hallado Wagner el fondo natural para los dioses que engendró su música de la grandeza incomprendida y la ambición desesperada; y que otro germano, Nietzche, habría apaciguado su soledad inconmovible en el aire puro de nuestros montes, aire de las alturas nobles y tonificantes, que el progenitor del Zaratustra requería para vigorizar el cuerpo, serenar el alma y depurar la terrible atmósfera de sus demoledoras concepciones críticas.

Cuando la frecuencia haya precipitado el fácil discernimiento y la voluntad de comprender rompa los límites de la apariencia; cuando el velo de Maya esté a punto de rasgarse por la tensión del esfuerzo, el hombre encontrará la verdad del paisaje con la segura intuición de su fe.

¿Por qué este laberinto de formas telúricas que se yerguen en ímpetus triunfales?

Si Dios afirmó la vida en la ley del contraste, he aquí su demostración. Cada línea tiene un sentido. Cada forma aprisiona una energía. El mundo de las relaciones, que amaba Novalis, rige este paisaje ceñido por un circo de montañas. Todo persuade a la creación. La magia de la inventiva estética reposa en la tremenda plasticidad de este extraño desorden, donde las fuerzas naturales insurgen con la violenta belleza de lo imprevisto. Lo imprevisto, es decir el sentido último de la singular comarca andina, cuyo espíritu aflora siempre en enérgicos trazos visibles para insinuar la invisible voluntad que le dio forma y estructura.

Mas nada de ello basta. Hay algo que el romero apasionado siente en torno a sí furtivamente. Algo que vive en la atmósfera; en el espacio sin linde que acrecen los senos de la tierra cóncava y distinta; en las tortuosidades de la roca; en los agudos vértices de las agujas telúricas; en las crispadas cimas; en los huracanes que duermen en los flancos de los cerros; en las airadas cumbres que hieren a los cielos con agresiva voluntad.

¿Cuál es el misterio cósmico en esta poderosa e irregular arquitectura? ¿Por qué esta dramática presencia de algo que se intuye sin ver?

Un día en que el solitario visitante encaramado en la ceja rota de la montaña contempla el delirio de las formas, a la hora en que el sol disputa con la sombra el dominio de los cuerpos; cuando madure el presentimiento confuso de las contemplaciones que ya fueron; u mientras el pasmo del grito se hunda en el fondo del ser, saltará elásticamente la revelación.

-¿Quién eres tú, tremendo poderío de las formas?

-¿Quién eres tú, sagrada voluntad erguida de la tierra?

-¿Quién eres tú, fuerza maravillosa que anima el encendido ardor de este paisaje?

Entonces cundirá un vasto júbilo por la sangre tumultuosa de la montaña, apaciguando sus cóleras reconcentradas; será la luz más viva en los duros perfiles de la roca; y desde el hondor de la tierra conmovida se elevará la voz de Wirakocha, padre legendario del Ande.

-Caminante: duerme aquí un prolongado sueño la fuerza inenarrable de las potencias naturales. Contemplas una tempestad petrificada. Por eso te asedia la dramática cercanía de su fuego creador y el impulso retenido acecha desde la esencia íntima del paisaje. Dinámica prodigiosa de la tierra, que la naturaleza detuvo en la hora culminante del proceso creador, La Paz es una tempestad petrificada, erguida sobre un haz de convulsiones secretas, donde resuena el soberbio clamor de los contrastes. Jamás supo el hombre cuando se detuvo este mundo inanimado de energías. Nunca sabrá el instante en que reanude su movimiento inexorable. La fuerza detenida de hoy anuncia la segura irrupción futura. Pero activa o extática, el alma del Ande es esa potencia dominante que repercute desde siempre en la estupefacta inteligencia humana, porque la anima el doble viento pánico de Apolo y de Dionisos, forma y fuerza que exaltan los delirantes juegos de la vida.

Callará Wirakocha, padre legendario del Ande, y la revelación invadirá el espíritu con esa furtiva bondad final conque la naturaleza se aproxima al hombre, cuando quiere identificarlo con la tierra, cuna y sepultura del ser.

One Reply to “Fernando Diez de Medina Tempestad Petrificada”

  1. que escrito mas bello, logró realzar mis sentimientos hacia mi ciudad, gracias por publicar este sueño de nuestro gran fernando diez de medina.